Nota del editor: continuamos con la Parte 4 de la crítica en cinco partes de José Antonio Ureta a Desiderio Desideravi.
El papel exclusivo del sacerdote en la Misa
En Mediator Dei, Pío XII enseña explícitamente que «sólo a los Apóstoles y a los que, después de ellos, han recibido de sus sucesores la imposición de las manos, se ha conferido la potestad sacerdotal, y en virtud de ella, así como representan ante el pueblo a ellos confiado la persona de Jesucristo, así también representan al pueblo ante Dios». Pero, agrega, en la santa misa «el sacerdote representa al pueblo sólo porque representa la persona de nuestro Señor Jesucristo, que es Cabeza de todos los miembros por los cuales se ofrece; y que, por consiguiente, se acerca al altar como ministro de Jesucristo, inferior a Cristo, pero superior al pueblo (San Roberto Belarmino, De missa II c.l. ). El pueblo, por el contrario, puesto que de ninguna manera representa la persona del Divino Redentor ni es mediador entre sí mismo y Dios, de ningún modo puede gozar del derecho sacerdotal» (n° 104).
Está claro que los ritos y oraciones del Sacrificio eucarístico «muestran que la oblación de la víctima la hace el sacerdote juntamente con el pueblo» (n° 107), ya que «por el bautismo los cristianos, a título común, quedan hechos miembros del Cuerpo Místico de Cristo sacerdote, y por el carácter que se imprime en sus almas son consagrados al culto divino, participando así, según su condición, del sacerdocio del mismo Cristo» (n° 108).
Pero, ¿cómo es la participación del pueblo en los actos de sacerdocio de Cristo? «Los fieles deben participar en el Sacrificio eucarístico, uniéndose espiritualmente a Él y por Él, y con Él se ofrezcan también a sí mismos» (n° 99). Pero, Pío XII se cree en el deber de reiterar una vez más que «por el hecho de que los fieles cristianos participen en el Sacrificio eucarístico, no por eso gozan también de la potestad sacerdotal» (n° 102). Tal insistencia se justifica porque ya entonces algunos creían «que el precepto que Jesucristo dio a los Apóstoles en su Última Cena, de hacer lo que Él mismo había hecho, se refiere directamente a todo el conjunto de los fieles» y juzgaban que «el sacrificio eucarístico es una estricta «concelebración»» (n° 103).
Contra ese error, Mediator Dei enseñaba que «aquella inmolación incruenta con la cual, por medio de las palabras de la consagración, el mismo Cristo se hace presente en estado de víctima sobre el altar, la realiza sólo el sacerdote, en cuanto representa la persona de Cristo, no en cuanto tiene la representación de todos los fieles» (n° 112). Éstos ofrecen el sacrificio por manos del sacerdote «porque el ministro del altar representa la persona de Cristo, como Cabeza que ofrece en nombre de todos los miembros; por lo cual puede decirse con razón que toda la Iglesia universal ofrece la víctima por medio de Cristo» (n° 114). «Pero no se dice que el pueblo ofrezca juntamente con el sacerdote porque los miembros de la Iglesia realicen el rito litúrgico visible de la misma manera que el sacerdote, lo cual es propio exclusivamente del ministro destinado a ello por Dios, sino porque une sus votos de alabanza, de impetración, de expiación y de acción de gracias a los votos o intención del sacerdote, más aún, del mismo Sumo Sacerdote, para que sean ofrecidos a Dios Padre en la misma oblación de la víctima, incluso con el mismo rito externo del sacerdote» (n° 115).
Lógicamente, Pío XII concluye explicando que no se pueden condenar las misas privadas sin participación del pueblo, ni la celebración simultánea de varias misas privadas en diferentes altares, alegando erróneamente «el carácter social del sacrificio eucarístico». Porque el Santo Sacrificio de la Misa «por su misma naturaleza, y siempre, en todas partes y por necesidad, tiene una función pública y social; pues el que lo inmola obra en nombre de Cristo y de los fieles cristianos, cuya Cabeza es el Divino Redentor, y lo ofrece a Dios por la Iglesia Católica y por los vivos y difuntos». De ahí que «de ningún modo se requiere que el pueblo ratifique lo que hace el ministro del altar» (n° 118), ni que sea necesario que el pueblo cristiano se acerque a la mesa eucarística para asegurar la integridad del Sacrificio, haciendo «de la Sagrada Comunión, recibida en común, como la cima de toda la celebración» (n° 139-140).
Los reformadores rechazan el papel exclusivo del sacerdote y lo disuelven en una “asamblea celebrante”
Evidentemente, esa clara distinción jerárquica entre el celebrante y los fieles –que hasta las reformas conciliares era muy manifiesta por la existencia del comulgatorio, que separaba el presbiterio, reservado a los ministros del altar, de la nave en la que permanecían los fieles– era insoportable para los reformadores con espíritu igualitario. Para reducirla, recurrieron a la estratagema de redescubrir la asamblea. El ya citado jesuita Juan Manuel Martín-Moreno nos lo explica:
«La eclesiología basadba en la división entre clero y laicos tenía su perfecta visibilización en la liturgia preconciliar. Los coros de canónigos se situaban en la parte privilegiada de las catedrales, aislados de los demás por unas rejas. El presbiterio se situaba en un lugar elevado, separado de los fieles por una magnífica escalinata, Quedaba resaltada así la función mediadora del sacerdote situado allá en lo alto, a medio camino entre el Cielo y la Tierra.
»Pero la Lumen Gentium parte de la consideración del Pueblo de Dios antes de pasar a hablar de los distintos ministerios en la Iglesia. La eclesiología de comunión [19] que abrazó el Vaticano II va a tener su reflejo en la gran importancia que adquiere la asamblea en la liturgia. Es este quizás uno de los rasgos más emblemáticos de la reforma litúrgica.
»El papel mediador entre Dios y los hombres no lo tiene ya el presbítero, sino la asamblea, dentro de la cual el presbítero ejerce su función. No contraponemos presbítero a asamblea, de la misma manera que no contraponemos cabeza a cuerpo. La cabeza es también parte del cuerpo. No hay cuerpo sin cabeza. No hay asamblea sin ministerios.
»Pero tampoco hay ministerios sin asamblea. El origen último del ministerio no es la asamblea, sino Cristo, pero, como dice Borobio, «el ministerio no se origina al margen de la comunidad o sin ella». El ministro no recibe directamente su mandato de Cristo, como lo recibieron los apóstoles o Pablo [20]. (…)
«La asamblea es la traducción del hebreo QHL, que en griego se traduce como ekklesia o synagoge. Estas palabras designan la convocatoria, el acto de reunirse y la comunidad reunida. Qahal es asamblea general del pueblo. En su evolución semántica ha designado el llamamiento, el reclutamiento, la congregación, la comunidad reunida, la Iglesia. Ecclesía no es sin más Iglesia, sino Iglesia convocada y reunida en un lugar concreto y en un momento preciso para celebrar los misterios del culto. (…)
“Es esta Iglesia o asamblea, que incluye al obispo, presbíteros y diáconos, la que directa y formalmente participa del sacerdocio de Cristo. La asamblea congregada es el reflejo y la expresión de la Iglesia. En ella se encarna la Iglesia y se hace visible; en ella y a través de ella se proyecta al mundo, sobre todo en la Iglesia local que celebra presidida por el Obispo. Con esto no quiere excluir el Concilio que haya otras manifestaciones de la Iglesia. La liturgia es la expresión más visible de la Iglesia, pero no la única. También la Iglesia se manifiesta en la acción caritativa de los cristianos y de otras muchas formas.
»El fundamento de esta participación está, como ya hemos dicho, en el sacerdocio común de los fieles. En la Eucaristía el pueblo ofrece los dones junto con el presidente. En Sacrosanctum Concilium 48 dice que los fieles “aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la Hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él”. En este punto, Sacrosanctum Concilium va más allá de Mediator Dei, que usaba la expresión quodammodo, “en cierto modo”. Esta expresión quedó suprimida por el Concilio.
»De ahí surge la conciencia de que las acciones litúrgicas no son privadas sino que tienen un carácter comunitario (Sacrosanctum Concilium 26). Hay que devolver al cuerpo de la Iglesia lo que siempre había sido patrimonio suyo; la asamblea debe recuperar el protagonismo que había perdido a causa de un clericalismo abusivo. (…)
»Esta insistencia en el carácter comunitario de la celebración es la que motiva la recuperación de la concelebración, que ha contribuido a desprivatizar la Misa y a resaltar la unidad del sacerdocio y del sacrificio eucarístico (Sacrosanctum Concilium 57). Desde esta perspectiva resulta hoy incomprensible el que en la liturgia preconciliar se pudiesen celebrar distintas liturgias simultáneas en el mismo templo, y que unos fieles asistiesen a una y otros a otra.
»Por lo tanto, hoy ya no se puede hablar de una asamblea que asiste a Misa, sino de una asamblea que celebra la Misa. Al obispo o al presbítero que preside la celebración ya no cabe llamarle celebrante, porque celebrantes son todos, sino presidente. Esto, que ya se insinuaba en Sacrum Concilium 26, se afirma expresamente en la Institutio Generalis Missale Romanum 1 y 7. Queda para siempre desterrada la expresión popular oír Misa. (…)
»Esta eclesiología de comunión acaba influyendo hasta en los más mínimos detalles de la reforma litúrgica. Influye mucho en la arquitectura de las iglesias postconciliares, donde el presbiterio ya sólo está elevado sobre la asamblea el mínimo para que sus acciones puedan ser vistas por todos. Se han eliminado las rejas, los comulgatorios. El centro de la Iglesia es el altar y no el sagrario, que ha quedado ahora desplazado a una capilla lateral. La disposición de la nave ya no es rectilínea sino semicircular, de modo que los fieles se vean mejor unos a otros y se sientan más parte los unos de los otros. Se han eliminado los altares laterales adosados a las naves. Ha desaparecido el coro situado en la parte trasera de la iglesia. El ministerio del canto no puede situarse fuera de la asamblea, sino como parte de ella» [21].
El sacerdote reducido a presidente de asamblea y los laicos elevados a concelebrantes
Que el celebrante sea toda la asamblea y que el ministro del altar quede reducido a la condición de presidente de dicha asamblea es lo que pone de relieve Desiderio desideravi, no negando, pero sí omitiendo completamente que sólo él realiza in persona Christi la inmolación incruenta del Sacrificio eucarístico.
La palabra sacerdote – que define precisamente al que realiza y ofrece el sacrificio –aparece sólo tres veces en las versiones italiana (original) y española de la exhortación, en dos de ellas para referirse simplemente a un clérigo ordenado. Pero la expresión presbítero –que en su origen griego y latino significa apenas el más anciano, el decano– se emplea 12 veces en la italiana y 15 en la española. Mientras presidencia y el verbo presidir (o sus conjugaciones) aparecen en 14 ocasiones, celebrante lo hace una sola vez dando a entender que se aplica a toda la asamblea: «Recordemos siempre que es la Iglesia, Cuerpo de Cristo, el sujeto celebrante, no sólo el sacerdote» (n° 36). Y más adelante lo afirma explícitamente: «El presbítero también es formado al presidir la asamblea que celebra» (n° 56).
El documento reconoce que el oficio de los presbíteros «no es, primariamente, una tarea asignada por la comunidad, sino la consecuencia de la efusión del Espíritu Santo recibida en la ordenación, que le capacita para esta tarea». Pero al definir su cometido, no dice que sea la función sacerdotal de sacrificar sacramentalmente la Víctima, sino presidir las asambleas: «El presbítero vive su participación propia durante la celebración en virtud del don recibido en el sacramento del Orden: esta tipología se expresa precisamente en la presidencia» (n° 56).
En el párrafo siguiente ofrece una interpretación exclusivamente anabática y descendente de su misión mediadora, omitiendo que el sacerdote ofrece a Dios el sacrificio en nombre de toda la Iglesia: «Para que este servicio se haga bien –con arte– es de fundamental importancia que el presbítero tenga, ante todo, la viva conciencia de ser, por misericordia, una presencia particular del Resucitado. El ministro ordenado es en sí mismo uno de los modos de presencia del Señor que hacen que la asamblea cristiana sea única, diferente de cualquier otra (cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 7). Este hecho da profundidad “sacramental” –en sentido amplio– a todos los gestos y palabras de quien preside. La asamblea tiene derecho a poder sentir en esos gestos y palabras el deseo que tiene el Señor, hoy como en la Última Cena, de seguir comiendo la Pascua con nosotros» (n° 57).
Las individualidades se fusionan en la colectividad
Esa disolución casi total del ministro ordenado en la asamblea se verifica, por otro lado, en el hecho de que ésta sea mencionada 18 veces, destacando su función celebrativa y su carácter colectivo, lo que en muchos casos hace difícil que cada fiel rinda a Dios un culto verdaderamente interior, ofreciéndose a Él en persona y en íntima unión con Cristo-víctima: «Pienso en todos los gestos y palabras que pertenecen a la asamblea: reunirse, caminar en procesión, sentarse, estar de pie, arrodillarse, cantar, estar en silencio, aclamar, mirar, escuchar. Son muchas las formas en que la asamblea, como un solo hombre (Neh 8,1), participa en la celebración. Realizar todos juntos el mismo gesto, hablar todos a la vez, transmite a cada uno la fuerza de toda la asamblea. Es una uniformidad que no sólo no mortifica, sino que, por el contrario, educa a cada fiel para descubrir la auténtica singularidad de su personalidad, no con actitudes individualistas, sino siendo todos conscientes de ser un solo cuerpo» (n° 51).
¡Cuánto más juiciosa era la siguiente recomendación de Pío XII!: «El talento, la índole y la mente de los hombres son tan diversos y tan desemejantes unos de otros, que no todos pueden sentirse igualmente movidos y guiados con las preces, los cánticos y las acciones sagradas realizadas en común. Además, las necesidades de las almas y sus preferencias no son iguales en todos, ni siempre perduran las mismas en una misma persona. ¿Quién, llevado de ese prejuicio, se atreverá a afirmar que todos esos cristianos no pueden participar en el sacrificio eucarístico y gozar de sus beneficios? Pueden, ciertamente, recurrir a otra manera, que a algunos les resulta más fácil, como por ejemplo meditar piadosamente los misterios de Jesucristo, o hacer otros ejercicios de piedad, y rezar otras oraciones que, aunque diferentes de los sagrados ritos en la forma, sin embargo concuerdan con ellos por su misma naturaleza» (n° 133).
Habría que preguntarse si una buena parte del abandono de la Misa dominical que siguió a la reforma litúrgica no proviene del desagrado de muchos fieles ante el carácter asambleísta y colectivista con que en la mayoría de las parroquias se celebraba el nuevo rito, no dejando ningún margen para la piedad individual. Y sobre todo habría que preguntarse si la caída vertiginosa de las vocaciones no se debe a que algunos de los que se sienten llamados al sacerdocio no responden positivamente porque la imagen de un ministro ordenado que no es otra cosa que presidente de la asamblea no se corresponde con la imagen tradicional del sacerdocio, en la que el sacrificio personal de la propia vida encuentra su modelo y consumación en la realidad sacrificial de la Santa Misa.
Leer Parte 1, Parte 2, Parte 3
NOTAS:
[19] Séanos permitido un pequeño rodeo, para destacar la vaguedad del concepto de eclesiología de comunión, en boca de todos desde el Sínodo Extraordinario de Obispos de 1985, en un intento infructuoso de resolver el conflicto entre el concepto tradicional de la Iglesia sociedad perfecta y jerárquica y la Iglesia Pueblo de Dios igualitaria de las comunidades de base. El P. Juan Manuel Martín-Moreno tiene tal vez razón al hacer entrar tal concepto dentro de su visión de la asamblea litúrgica…
[20] Es obvio que los actuales ministros del altar no recibieron su mandato directamente de Cristo, sino del obispo que los ordenó. Pero, la opinión según la cual tal transmisión se realiza por la intermediación de la comunidad fue condenada por Pío VI en la bula Auctorem fidei: «La proposición que establece que ha sido dada por Dios a la Iglesia la potestad, para ser comunicada a los pastores que son sus ministros, para la salvación de las almas; entendida en el sentido que de la comunidad de los fieles se deriva a los pastores la potestad del ministerio y régimen eclesiástico, es herética» (Denz./Hün. 2602).
[21] Op. cit., p. 60-62.